Hay una felicidad y
basta. Cuando llega puedes tocarla, acariciarla, saborearla, intentar agarrarla
con los dedos para que no se vaya nunca.
Pero no. Es como el humo, y con una
ráfaga de aire se marcha dejando en su lugar un vacío de nada.
Nada... nada.
Intentas creer que
puedes recuperarla con un poco de suerte y esfuerzo. Agónico esfuerzo.
Y un día, sin venir muy
a cuento, te das cuenta de que algo dentro de ti se ha quedado parado en un
momento infinito, aunque todo lo demás cambie y hubieras creído que ese cambio
era también interior.
Llega el día en que,
después de correr y correr y correr como una desquiciada, te paras,
miras alrededor, y descubres que sigues en el mismo lugar. Resulta que lo que
creías es todo mentira.
No hay cambios, no hay humo, no hay, en definitiva, y asumes
que nadie te devolverá nunca a esa especie de perfección.
Y es que hay felicidades que
solo llegan una vez, y se van.
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